El pozo y el péndulo Edgar Allan Poe | |
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Apuntes de Lenguaje - Literatura - Comunicación/ Ildefonso Calderon
Lecturas del mes de Agosto
Queridos estudiantes, en el mes de Septiembre la lectura complementaria de la clase de Lenguaje será el gran Edagr Allan Poe, escritor estadounidense que hace cuentos de terror y crimen: todos reunidos en una antología llamada "Narraciones extraordinarias"
martes, 7 de octubre de 2014
El Pozo y el Péndulo
lunes, 22 de septiembre de 2014
El Gato Negro
Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan
su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato
consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una
serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han
aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré
explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos
espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya
inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más
serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las
circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y
efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La
ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en
objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y
mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte
del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los
acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la
virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos
que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan
que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución
que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad
y la frágil fidelidad del hombre. Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle. Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad. Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar. Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste. Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros. El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal. Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón. Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies. Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano". Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada. Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. -Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez. Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. ¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación. Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba! |
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La verdad sobre el caso del señor Valdemar
Edgar Allan Poe
De ninguna manera me parece
sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado
tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario,
especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes
deseábamos mantener el asunto alejado del público -al menos por el momento, o
hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación-, a pesar de
nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como
exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones
y, como es natural, de profunda incredulidad.
El momento ha llegado de que yo dé a
conocer los hechos -en la medida en que me es posible comprenderlos-.
Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio
del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses,
se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta
ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había
hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer
lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia
magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o
disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto
tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte.
Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi
curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener
sus consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones
habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi
amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y
autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones
polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente
desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su
extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían
mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en
violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con
frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le
convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le
había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros
resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no
quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la
clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con
él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos
meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado
tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su
próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se
me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar.
Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún
escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que
pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi
sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si
bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás
demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que
permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte.
Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del
momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí
la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:
Estimado P...:Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.Valdemar
Recibí el billete media hora después
de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo.
No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración
que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color
plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez,
que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el
pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad
mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes
sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré
escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con
ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D... y E..
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran
detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón
izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es
natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho
aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de
tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias
dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia
permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de
fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que
un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido
comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos
sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían
sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar
moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las
siete de la tarde del sábado.
Una vez que se fueron, hablé
francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al
experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso
ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos
enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí
autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a
testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino.
Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día
siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento
(el señor Theodore L...l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial
había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder,
primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia
convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el
fin se acercaba rápidamente.
El señor L...l tuvo la amabilidad de
acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que
voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o
verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho
cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda
la claridad posible, en presencia de L...l, que estaba dispuesto a que yo le
hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero distintamente, el
enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me
temo que sea demasiado tarde.»
Mientras así decía, empecé a
efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos
con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de
mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible
lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando
llegaron los doctores D... y F..., tal como lo habían prometido. En pocas
palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron
inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué
sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales
y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.
A esta altura su pulso era
imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.
Esta situación se mantuvo sin
variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un
suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del
moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban
de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración,
siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas.
A las once menos cinco, advertí
inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos
fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que
jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse.
Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al
acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba
esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis
manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la
completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había
colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban
completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia
de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.
Al dar esto por terminado era ya
medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego
de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado
insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se
había despertado en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche a
la cabecera del paciente, mientras el doctor F... se marchaba, con promesa de
volver por la mañana temprano. L...l y los enfermeros se quedaron.
Dejamos a Valdemar en completa
tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que
seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; vale decir, yacía
en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo,
aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los
labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y
frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general
distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme intenté un ligero
esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los
movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de
experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para
mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las
direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve
diálogo.
-Valdemar..., ¿duerme usted?
-pregunté.
No me contestó, pero noté que le
temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la
tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se
levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse
lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos
estas palabras:
-Sí... ahora duermo. ¡No me
despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos
tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
-¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue
aún menos audible que la anterior:
-No sufro... Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle
más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F...,
que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente
estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de
tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara
otra vez, a lo cual accedí.
-Valdemar -dije-. ¿Sigue usted
durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos
minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la
impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la
pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
-Sí... Dormido... Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los
médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente
tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso
general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una
vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un
notable cambio
se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron
lentamente,
aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una
tonalidad
cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los
círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el
centro de cada
mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo
instantáneo
de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se
apaga de
un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al
descubierto
los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula
inferior
caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de
par en
par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos
los
presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte,
pero la
apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se
produjo un
movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un
punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta
incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de
vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo
confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte
movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente
durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó
una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o
tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que
su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es
indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido
resonancias semejantes. Dos características, sin embargo -según lo pensé en el
momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido
y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz
parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga
distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me
produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender)
que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al mismo tiempo de
«sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo
clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar
hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación
formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si
seguía durmiendo. Y ahora escuché:
-Sí... No... Estuve
durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto.
Ninguno de los presentes pretendió
siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas
pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L...l, el estudiante,
cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible
convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis
propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar
una palabra, nos esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí, pudimos
dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.
Seguía, en todo sentido, como lo he
descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su
respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar
que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir
la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la
constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a
hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que
carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que
le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada
uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto
he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del
hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la
mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L...l.
Volvimos por la tarde a
ver al
paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre
la
conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a
la
conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba
evidente que
hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte)
había sido
detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos
a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo
menos, su
rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de
la semana pasada -vale decir, casi siete meses- continuamos
acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por
médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo
exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.
Por fin, el viernes pasado
resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo:
probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a
tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo
dejar de considerar como injustificada.
A efectos de librar del trance
hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron
infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el
descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso
de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento,
procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y
fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente,
como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó
su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes
palabras:
-Señor Valdemar... ¿puede
explicarnos lo que siente y lo que desea?
Instantáneamente reaparecieron los
círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó
violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos
como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de
describir:
-¡Por amor de Dios... pronto...
pronto... hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme! ¡Le digo
que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad y,
durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra
vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la
voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para
despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me
lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados
para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue
algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los
pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente
explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente,
bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se
encogió, se deshizo... se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante
todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de
abominable putrefacción.
FIN
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